Del abuelo al chiquilín, todos recuerdan un jingle que los marcó para siempre


La publicidad tiene un gran repertorio musical para los nostálgicos. Algunos de los jingles de las últimas cuatro décadas se han convertido en clásicos por derecho propio, ya sea porque se mantuvieron al aire durante muchos años o porque en el tiempo en que lo estuvieron lograron cautivar la imaginación del público, que no se resignó a olvidarlos.



La publicidad de Jugolín se lleva las palmas. La letra tenía  todo para triunfar. Ya en su primera línea (“Del abuelo al chiquilín...”) describía el éxito de la bebida en todas las franjas etarias, usando un vocablo familiar, (“abuelo”), y uno de uso exclusivo del rincón del mundo donde se comercializaba el brebaje: (“chiquilín”).

Inmediatamente el jingle señalaba la aceptación total del público, la unanimidad de la comarca (“todos toman Jugolín”). Acto seguido, recreaba los momentos en los que se disfrutaba la bebida (“que se  gusta todo el año”) y los lugares para ingerirla (“en la oficina y el jardín”) para luego rematar el planteo con la calidad del producto y su poderoso efecto: “Jugolín sabor tan fresco, que a la sed le pone fin”.

El repetido “Jugolín refresca la vida” daba a entender que se trataba de algo más que un agua con gustito dulce.

El de Jugolín es un emblema de un jingle cuya calidad tiene una relación directamente proporcional con su éxito. La rima consonante y única en las palabras agudas terminadas en “in” y la tonada de una balada suave y alegre completaban lo que fue el gran hit de la publicidad uruguaya.

Otros grandes jingles de la publicidad uruguaya no tuvieron tanta suerte, a pesar de su esmerada concepción. Un ejemplo de ello es el ya olvidado jingle de Baygón: “Una cucaracha trae la otra/donde hay dos puede haber un montón/No importa cuántas son/Porque mueren con Baygón/Si es Bayer es bueno/Baygón/Qué mala racha/Para la cucaracha/Con Baygón”.

Basta con transcribir la letra para entender que se trata de un contenido sofisticado y contundente. El poder letal del producto contrastaba con el tono festivo de la música, cantada de forma alternada por una mujer de voz muy aguda y un hombre de voz muy grave.

Entre los que han acompañado a más de una generación está el famoso jingle de Casa América, una suerte de fábula con final feliz que todos recuerdan con nostalgia: “Aunque el espacio sea chiquito/y aunque el chiquito ya creció/En Casa América papito/El problemita resolvió” y la no menos famosa segunda parte: “Y en la casita de la playa/reunión de todo un familión/Para que ninguno se vaya/También surgió la solución”.

Es un candor inimitable, sin duda alguna. Cómo intentar una síntesis tan brillante y cantarla con una ingenuidad tan pura, en consonancia con la estética de los dibujos animados que protagonizaban el aviso.

Una estética similar, en cuanto a la economía de trazos de los dibujitos animados y el ritmo ágil y alegre de la música, era la que manejaba el jingle de Casa Sapelli, una expendedora de electrodomésticos. La letra arrancaba matando: “La más antigua en radio y televisión/Te proporcionará la mayor satisfacción” y enseguida el estribillo, inolvidable: “¿Dónde comprará?/Sapelli, Sapelli/¿Quién le venderá?/Sapelli, Sapelli”.

Hay algunos casos más enigmáticos, cuya fama no se explica con tanta facilidad. Es el caso de la saga de Alejandro Vascolet. El primero de una serie de comerciales de la bebida chocolatada mostraba al protagonista caminando por su casa, sin detenerse por el obstáculo de la pared. Al parecer también tenía los zapatos embarrados, porque dejaba sus huellas por el piso, las paredes y el techo. El jingle decía: “Alejandro camina por la pared/Todos los días toma Vascolet”.

El éxito fue inmediato y pronto se armó una saga en la que Alejandro corría como un tren y metía goles como Pelé.

Queda un montón de piezas memorables por reseñar (Talco Primavera, Aceite Torino, Aspirineta). Todas tienen en común una época que ya pasó, la edad de oro del jingle, una época que necesitaba de una inocencia que -mucho me temo- esté perdida para siempre.

Lo que queda es la nostalgia.
Luis Roux - El Observador

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