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La ley del embudo en Venecia.

Del 13 de mayo al 26 de noviembre de 2017 Uruguay volverá a tener un Pabellón Nacional en Venecia. 


En la 57ª Exposición Internacional de Arte de la Bienal de Venecia Uruguay está representado por un único artista, Mario Sagradini. El comisario es Alejandro Denes, asesor de Cultura|MEC y el proyecto es curado por Gabriel Peluffo Linari, arquitecto de profesión y académico reconocido por sus investigaciones sobre el arte uruguayo y latinoamericano.

El pabellón uruguayo es uno de los 29 que están ubicados en Giardini della Biennale.

Artista etnógrafo

Durante una larga estadía en Italia (1978 – 1985) Sagradini trabajó como grabador tanto de piezas de su autoría como para otros artistas. Al regresar a su país natal se constituyó en un atractivo referente de las promociones de artistas jóvenes, por cultivar hasta hoy una singular manera de entender y de ejercer el arte en una deriva por el mundo de las palabras y las cosas, rescatando experiencias, objetos y relatos entresacados de la vida cotidiana. Al trabajar a menudo con el hallazgo etnográfico, lo hace también, interesadamente, con fragmentos de la historia uruguaya, de modo que a través de las prácticas de arte hace resurgir alternativamente (o simultáneamente) al artista historiador y al artista antropólogo. De hecho es muy frecuente que Sagradini recurra a objetos usados en tareas cotidianas para nutrir sus dispositivos simbólicos, razón por la cual he considerado pertinente aplicar a este autor, de manera general, el mote de "artista-etnógrafo".

La Ley del embudo

La pieza que se presenta en esta Bienal consiste en la forma de un corral para ganado bovino denominado "embudo", usado en Uruguay desde el siglo XIX, al que el artista ha reconstruido a partir de una antigua fotografía apenas legible.

Tiene la forma de un lugar para determinados cuerpos, pero se exhibe sin ellos. Extraído de todo contexto se ofrece como celda vacía, como escenario fantasmático cuya memoria perdida espera ser sustituida ahora por la presencia de otros cuerpos capaces de ocuparlo.

El rótulo La ley del embudo con el que denominó a la instalación, es un término popular alusivo a la inequidad del sistema legal (lo ancho para pocos, lo estrecho para muchos) que se corresponde con la forma carcelaria del artefacto, cuyos dos bretes de entrada y de salida están coronados por portales a modo de guillotinas, todo lo cual sugiere una mistérica función ritual o sacrificial. Parte de una historia que abarca más de cien años del trabajo rural en el Río de la Plata se sintetiza en esta máquina política destinada a seleccionar y decidir el destino final de los cuerpos, por lo que puede leerse también como una metáfora sobre el poder y la animalidad de la condición humana.

Hay dos aspectos conjugados en esta propuesta: por un lado el formato de complexión arquitectónica y por otro la vocación teatral de la instalación. El  primero obedece  a la función original del "embudo", en  virtud de la cual posee portales, accesos, bretes, paramentos y otros dispositivos que otorgan al conjunto una configuración apropiada a la escala humana y cercana al lenguaje de la arquitectura. La segunda es tributaria de las condiciones de montaje, de su concepción escenográfica, que invita al visitante a dialogar corporalmente con el artefacto para franquear la barrera virtual que impone el espectáculo. Tales características otorgan a la obra una razón histórica y una función actual dispuesta al juego de los significados, lo cual la separa de la deriva minimalista clásica.

Su presencia inerte, a pesar de ajustarse a la estatura humana, ejerce una fricción formal y de escala contra el "envoltorio" arquitectónico del pabellón lo suficientemente fuerte como para que reconozcamos en ella una aspiración monumental que insinúa, al mismo tiempo, un carácter misterioso y ritual. Este último aspecto habilita la sospecha, entre otras, de estar ante un contenedor apto para funciones sacrificiales: una cámara con dos aberturas (una de admisión y otra de emisión) que opera selectivamente sobre todos aquellos que se encuentran bajo leyes clasificatorias y discriminatorias. El decágono del espacio central tiene sus indicadores más inquietantes en dos altos portales que coronan el vínculo con el exterior a modo de guillotinas, todo lo cual encierra la convicción de que hay algo que nos falta conocer, algo que está más allá del simple y exótico objeto de madera, algo espectral que se niega a la mirada. Esa dimensión inquietante es parte de una poética fatal que tiende a poner al borde de lo siniestro la índole del artefacto.

Sagradini no expone la ruina generada por la historia, sino el arquetipo que dio lugar a una historia. Hay en esto un trabajo intelectual de exhumación arqueológica, pero ya no de un objeto, sino de su imagen.

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